Por Jaime Caycedo
La UP representa un punto alto en el empeño por democratizar desde adentro el régimen político colombiano.
Desde adentro, es decir, desde la lógica de su rodaje profundamente limitado, formalista, antidemocrático y de su falso compromiso con la paz.
Jaime Pardo y luego Bernardo Jaramillo, encarnan, cada uno en su momento, ese resumen personal de representar una osada opción de cambio.
Pardo es orgánico para liderar el proceso naciente, la marcha ascendente que recibe los primeros azotes de la guerra sucia. Con Pardo cobra realidad la comprobación de que el régimen, corrupto en su praxis de violencia y ventajismo no perdona, no admite opositores con respaldo popular, detrás de quienes atisba el insurgir de una esperanza del pueblo, por fuera de su control, de su manejo y su manoseo. Con Pardo se sumerge la fuerza que despertaba, como movimiento y opción unitaria.
Jaramillo es otro momento del proceso. El punto de inflexión, apurado por la guerra sucia, ha comenzado a provocar la erosión, el distanciamiento de los activismos, las diásporas urgentes atizadas por el pánico creible de las amenazas y los crímenes reales, ante un Estado que no logra ocultar su enmascarada complicidad ante el crecido y continuo número de víctimas.
Con Bernardo el régimen aspira a dos efectos probables: el de doblegarlo por el camino de las presiones y de los terceros emisarios; o el de eliminarlo. El régimen quería resultados inmediatos, respuestas categóricas y prontas. Jaramillo bregaba, entre torrentes contradictorios, presiones y promesas de horizontes menos tormentosas, hallar una explicación coherente de la dura realidad política a la que era conducida la UP bajo los golpes del desangre. No es un dato menor la criminosa sindicación del señor Lemos Simmonds que selló su destino, pocos días antes de su vil asesinato.
Veinte años después hay quienes pretenden enlodar el PCC señalándolo de haber expulsado a Bernardo. Nada más tendencioso y contrario a la verdad. Algo va de reconocer las diferencias, debatirlas, estudiarlas, incluso controvertirlas, a lanzar el estigma de una conjura. En aquel momento existía, por encima de todo, la apremiante necesidad de encontrar caminos, de aportar elementos, de hallar nuevos aliados. Era la batalla por sobrevivir sin claudicar. Era la batalla por ver una salida en el compromiso por la paz, en uno de esos puntos, tan corrientes en la vida colombiana, en que la burguesía vuelve la espalda para contraatacar traicioneramente.
La Unión Patriótica no logró neutralizar y detener la maquinaria criminal del poder, desenfrenada en su propósito de aplastar un proceso democrático, vinculado a la opción de avanzar hacia la paz. El necesario cambio permanente no encontró los aliados indispensables para realizarse. El pánico paralizó las reservas democráticas, la crisis del socialismo mundial ablandó corazas y el imperialismo partió en busca de reimplantar su hegemonía unilateral.
Los responsables de la muerte de Bernardo Jaramilloo han querido apropiarse de su memoria. Quieren mostrarlo como comparable al modelo de los renegados y conversos de ahora que se ufanan del innoble servilismo que compra y vende consciencias. Bernardo murió en sus principios y en su praxis defendiendo una política de paz, de cambio democrático, de transformación profunda, en lucha hasta el final.
Por eso, en este aniversario número veinte la memoria que evocamos es la memoria del genocidio contra la UP y el PCC. Frente a éste como todos los demás crímenes de Estado no puede haber ni perdón ni mucho menos olvido.
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