lunes, 22 de noviembre de 2010

Ponencia del secretario General del PCC en la Conferencia Nacional sobre Genocidio y Democracia


Con la presencia del secretario General del Partido Comunista Colombiano, Jaime Caicedo,  explicacó en su ponencia sobre la derrota de la política de guerra a través de la lucha democrática y popular

La derrota de la política de guerra a través de la lucha democrática y popular

Quisiera proponer una lectura particular del fenómeno del genocidio en Colombia, enmarcando de entrada esta apabullante realidad en una afirmación esencial: mientras exista una política de guerra contra el pueblo, en sus diversas manifestaciones económicas, militares y políticas, no podremos hablar del fin de la negra noche, ni siquiera de una leve modificación del escenario de persecución y aniquilamiento que en las actuales condiciones políticas aparece algo más disfrazado, revestido de una fementida prosperidad democrática. El sistemático asesinato colectivo o individual y la desaparición forzada seguirán siendo una de las armas preferidas del proyecto hegemónico oligárquico. La realidad demuestra que existe un conflicto político-militar interno, que tiene características de una guerra civil, concretamente cuando el Estado colombiano no tiene una política de paz sino de guerra y cuando la potencia militar más poderosa del planeta interviene con presencia directa y dirección operativa en el manejo de esa guerra y en su prolongación indefinida.

Por ello, un crucial tema a considerar es cómo ponerle fin al estado de guerra  contra la insurgencia y contra la población civil, que se expresa en el desconocimiento del Derecho Internacional Humanitario, en los continuos bombardeos en zonas pobladas, en la criminalización de los opositores, en las desapariciones y asesinatos de dirigentes agrarios y sindicales, en las amenazas, en el refugio interno masivo y en la pretendida limpieza social, en el acallamiento de líderes políticos populares a través de la Procuraduría, en fin, en la acción del poder económico-mediático para fragmentar la oposición democrática al sistema. Ponerle fin al conflicto armado en Colombia implica sobre todo una gran decisión nacional, con intervención democrática y popular, en la búsqueda de  una salida de otra naturaleza.

El elemento central es cómo golpear la política de guerra y el estado de guerra permanente como el corazón de todo este manejo antidemocrático que tiene su más perverso reflejo en el genocidio y en la desaparición forzada que ya sobrepasa los 50.000 colombianos y colombianas, según las cifras dadas a conocer por la Fiscalía General de la Nación, tendencia que incrementó dramáticamente entre el 1º de enero de 2007 y el 21 de octubre de 2008, periodo en el que se registraron 7.763 casos, de los cuales 3.090 ocurrieron durante el año 2008, de acuerdo con la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, conformada por el programa de Derechos Humanos y DIH de la Vicepresidencia, la Fiscalía, la Defensoría, el Instituto de Medicina Legal, el Ministerio de Defensa, la Asociación de Familiares Detenidos Desaparecidos (Asfaddes), Fondelibertad y la Comisión Colombiana de Juristas.

Este estado de guerra y sus consecuencias nefastas no tiene visos de retroceder, ni siquiera de moderarse, a la luz de lo que hemos conocido incluso en los últimos días: 4.9 millones de refugiados internos, eufemísticamente calificados como “desplazados”; ocho masacres en la última semana, de acuerdo con las declaraciones del señor Defensor del Pueblo, situación que incluso el editorial del periódico El Tiempo del pasado miércoles no duda en calificar de “inaceptable”; el asesinato de 100 líderes de la población en situación de refugio interno en los últimos seis meses, según denuncia  el informe presentado a la Conferencia Regional Humanitaria que se desarrolló en Quito; el aniquilamiento de más de 48 líderes campesinos que se acogieron a la restitución de tierras en este gobierno de Juan Manuel Santos; la existencia de poco más de 7.500 presos políticos, prisioneros de guerra o de conciencia, víctimas de los más crudos montajes judiciales; y el mantenimiento del tenebroso promedio de 300.000 personas expulsadas de sus tierras, de sus barrios y de su entorno social, configurando a Colombia como "primer país de expulsión de refugiados y desplazados en el mundo",  en palabras del Alto Comisionado para los Refugiados, realidad que se muestra como una crisis humanitaria prolongada, crónica y sostenida, tal como la determina Codhes en su último informe. Hoy sabemos también que “el total de homicidios por razones sociopolíticas registrados por fuera de combate entre enero de 2002 y diciembre de 2008 fue considerablemente alto: 16.855 personas perdieron la vida o fueron desaparecidas forzadamente en tales circunstancias, lo cual no es sinónimo propiamente de seguridad”, según argumenta Gustavo Gallón en su más reciente columna.

A esta estadística macabra sumamos los 12 dirigentes del Polo Democrático Alternativo eliminados en los últimos seis meses, en lo que he dado en llamar la estrategia quirúrgica de exterminio como extensión y consolidación de las doctrinas de seguridad nacional y de los conflictos de baja intensidad, tan calculadamente expresados en lo que hoy conocemos tristemente como la política de seguridad democrática, continuada sin ambages por el actual gobierno e incluso intensificada en el matiz que Santos quiere desarrollar a fondo con su política de “cuadrantes de seguridad”, que no son otra cosa que la determinación sistemática de los pobladores en su entorno más próximo y por esta vía, la identificación pormenorizada de las “amenazas”, sean éstas colectivas o individuales, al sistema político y de acumulación de capital que hoy prevalece en Colombia.

Desde mi punto de vista, la guerra civil no es simplemente aquella rememoración de los macheteros del siglo XIX, de la existencia de ejércitos tratando de remontar el rio Magdalena. La paradoja actual es que no existe una política de paz, pero sí hay una política de guerra interna. Es una política pública, una política permanente e indefinida en el tiempo, que se sostiene  con nuestros impuestos. La población civil está cada vez más orgánicamente articulada a la política de seguridad democrática, que se mantiene como un hecho perdurable y que pretende prorrogarse indefinidamente con el apuntalamiento y el acorazamiento de la presencia directa de tropas y las armas de Estados Unidos en territorio colombiano. Sabemos que el gobierno actual ni siquiera admite favorecer las condiciones de un intercambio humanitario y mucho menos una negociación política que lleve a la democratización del Estado y a la paz con justicia social.

Hay otro elemento principal en toda esta dinámica. El genocidio ocurrido en Colombia es un proceso estructural que está articulado al modo de acumulación que se ha venido imponiendo con los cambios en el capitalismo, con la gran agricultura de agro exportación, vinculada a los agro combustibles por ejemplo, forzosamente relacionada a este proceso mediante la dedicación casi exclusiva de grandes territorios, como ocurre en zonas como el Valle del Cauca, los Llanos Orientales y otras regiones del país, con evidente sobre explotación de la mano de obra que configura un escenario semi-esclavista en pleno siglo XXI. 

El fenómeno de la violencia en Colombia, de ésta que vivimos ahora, está profundamente vinculado a la forma de explotación del trabajo en gran escala y a la forma en que la gran oligarquía y el imperialismo han venido articulando nuestra economía con la globalización. La militarización y la paramilitarización de la sociedad son plenamente funcionales a este modo de acumulación. El creciente proceso de la paramilitarización de las ciudades colombianas para controlar los barrios populares a través de panfletos de amenaza, de acciones sicariales y operaciones de “limpieza social”, ejerce el papel de una policía paralela criminalizada, complementaria y en nexo con los aparatos estatales, que se ensaña principalmente con los jóvenes.

La enorme avanzada transnacional del capital extranjero agro minero, crece desmesuradamente gracias al trabajo sucio adelantado por el pararamilitarismo que va despejando sistemáticamente las zonas de expoliación y saqueo. Esta  política se ve complementada con los anuncios del ministro de Defensa, en el sentido de que las fuerzas militares y de policía brindarán “protección especial a las zonas de producción de las denominadas "locomotoras de la prosperidad democrática”, mediante la creación de las que él denomina “zonas especiales con estándares de seguridad internacional”. No se pretenda dar soluciones de sobre explotación de los trabajadores, defensa unilateral de los intereses del capital con base en la territorialización de la guerra, represión antipopular en los territorios, aldeamientos forzados tipo Vietnam como válvulas de escape de la crisis capitalista en desarrollo.

En este marco, quiero llamar la atención sobre un hecho que a mi juicio es crecientemente grave: el Comando sur de los Estados Unidos luce de manera clara y cada vez más desembozada como componente del conflicto. Baste mencionar que en los últimos meses, coincidiendo con su creciente dominio de bases militares en Colombia, independientemente de la existencia o no de tratados que regulen tal relación entre los estados, el imperio ha intervenido de manera directa en la guerra no sólo suministrando asesoría y apoyo estratégico, sino soportando tecnológicamente las incursiones del ejército colombiano e incluso aportando material de guerra “inteligente” que ha servido a las acciones de bombardeo no sólo contra fuerzas insurgentes, sino contra áreas pobladas por civiles en diversas zonas del país. En mi opinión, la presencia de Estados Unidos en la guerra interna, es hoy, a estas alturas, el factor fundamental del escalamiento de la guerra y crudelización de su impacto en la población, pero también el principal obstáculo para una solución política negociada, para una salida clara y definitiva. Y esto, como es obvio, determina posibilidades y condiciones.

Quiero decir que Washington no está aquí solamente por razones económicas. El imperio está usando también la guerra colombiana como instrumento de su creciente despliegue político y militar. No olvidemos que hace apenas año y medio ese país anunció el despliegue de la IV Flota naval dedicada al patrullaje, a la vigilancia y al control del continente latinoamericano.

Así las cosas, me parece que el tránsito hacia una Colombia sin guerra entre conciudadanos, sin genocidio, sin desapariciones forzadas, sin secuestros, sin ejércitos de colombianos y colombianas convertidos en trashumantes sumidos en la miseria y en la desesperación, tiene que hacerse sobre la base de un cambio democrático en el país, un cambio político. Siendo el intercambio humanitario un hecho fundamental que tenemos que seguir planteando,  lo esencial es la derrota de la política de guerra que evolucionó hasta ocupar el rango de política del Estado, con el apoyo del imperio. La experiencia de la Unión Patriótica, su experiencia positiva y no igualada hasta hoy significó la formación de  un movimiento sociopolítico que se planteó la paz democrática con justicia social, con igualdad, con inclusión, como un objetivo central de soberanía popular y como un proyecto de Estado y de país solo acallado por la guerra sucia preventiva. Pregunto si esta experiencia simplemente deba ser reducida, olvidada y archivada, sin estudio, análisis ni valoración justa, ante el hecho aplastante de la eliminación. Al contrario. Afirmo que sin un gran movimiento de fuerzas y de opiniones que refleje la voluntad de derrotar la solución militar como vía para poner término a la guerra la situación del país seguirá degradándose y se acentuarán los fenómenos de descomposición política de las instituciones y del conflicto mismo.

Los gobiernos hermanos y los movimientos antiimperialistas de Latinoamérica y el mundo comprenden la urgencia de neutralizar la utilización del conflicto colombiano como un pretexto para la desestabilización de los procesos democráticos y el favorecimiento de formas de intervencionismo militar en América latina.

Derrotar la solución militar implica avanzar a una solución política, a una acuerdo fundamental y estratégico que contemple reformas concretas en la vida nacional: una reforma agraria como solución del problema de la tierra y una política de justicia, verdad y reparación integral; una reforma urbana que implique la posibilidad del acceso a la vivienda y a las garantías sociales para los nuevos pobladores; y un avance también hacia conquistas en la democratización de la salud, la educación,  el saneamiento ambiental y de la calidad de vida para la inmensa mayoría de la población colombiana. No es precisamente el camino que hoy nos ofrece Juan Manuel Santos con la demagogia de restitución de tierras y su propuesta de “sostenibilidad fiscal”, que es la negación del compromiso social del Estado.

Por lo tanto nuestro planteamiento insiste en la necesaria aproximación de las fuerzas populares, incluyendo al Polo Democrático Alternativo y a la izquierda emergente en desarrollo, como parte de una estrategia de ampliación de la fuerza política popular y de la perspectiva de un gran frente avanzado, democrático, patriótico, de fuerzas, de movimientos, organizaciones, núcleos y personas dispuestas a trabajar en todos los campos de la lucha democrática por una gran transformación en el país y por la derrota definitiva de la política de guerra. En lo inmediato este acercamiento y esta búsqueda de nuevas formas de unidad de acción implican dar paso al impulso de nuevas movilizaciones sociales con base en la mayor coordinación de las acciones diversas y el rescate de la práctica de la solidaridad entre todas las luchas de los trabajadores y de los sectores democráticos.

Reiteramos el llamado a que ningún sector democrático, popular o ninguna fuerza de izquierda se sienta solo en la acción que adelanta; que se sepa que el respaldo y que la batalla por la libertad política, por las libertades públicas, por los derechos fundamentales del pueblo, de los distintos sectores de la sociedad y de los pueblos que integran Colombia, nos concierne a todos. Que se sepa que estamos trabajando en la misma dirección, que se buscan objetivos semejantes, que por lo tanto la solidaridad y el acompañamiento son parte necesaria de la integridad de las luchas del presente y del futuro hacia un gran cambio del régimen político y social en Colombia.

La salida militar que el Estado colombiano mantiene contra viento y marea tiene que ser acallada y aplastada por la lucha democrática y popular. Sólo así este tenebroso escenario de la persecución y del genocidio político, del aniquilamiento de la oposición al sistema de acumulación oligárquico y de la tragedia que golpea sin miramientos a la gran mayoría de la población colombiana, llegará a su fin.

JC/rv

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